Ya nada me importa realmente. He perdido aquello por lo que me resistía a refugiarme entre los brazos de mi joven amante; he perdido todo interés por la vida y sé que acabaré mis días completamente alcoholizada, paseando mi soledad por todas las barras de la ciudad, dejándome llevar por desconocidos imaginando que lo que realmente hago es el amor, y que vuelvo a ser la mujer más feliz de este maldito mundo que me rodea y ahoga.
Acabaré muerta en algún descampado y no habrá nadie que sepa reconocer a la perfección quien fui en realidad. Dirán que fui aquella loca que paseaba con putas y chaperos, que buscaba una leyenda de amor en la mirada de clientes y extraños y que se pasaba todo el santo día borracha.
Ya nadie reconocerá realmente en mi descompuesto cadáver a la mujer que fui. Una mujer rica que no supo lo que era el amor hasta que lo encontró en una noche furtiva, que no se atrevió a ser feliz por no hacer infelices a los suyos y que vivió durante toda su vida con el ideal del amor verdadero y profundo como único estandarte.
Una mujer que, como en la canción de Perales, tan sólo pedía al amante sincero y honesto que se quedara conmigo en el transcurso de una noche, que me regalara las caricias que aún le quedasen y que naufragara conmigo, y como desenamorados, en el mar del desamor para, al llegar un nuevo día, decirnos adiós.
Pero como ya he dicho antes, ya nada importa, y como si el amor estuviese realmente de luto, como si el amor vistiera perpetuamente de negro, sigo vagando por calles y bares en busca de nada, una nada en mayúsculas que me recuerde todo aquello que pude llegar a sentir y que dejé escapar por no haber sabido ser persona ni por no haber sabido ser una mujer.
ISIDRO R. AYESTARAN, de mi novela EL AMOR VESTIA DE NEGRO, 1998
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